Latitudes


Por Julia Mortera (*)

I: Alonso de Ávila #100 (19.165937, -96.125370).

Es de mañana pero parece de noche. Tres niñas pequeñas duermen profundo y sueñan entre sábanas y muñecas. En serie están recostadas en un Chevrolet color azul cielo, modelo 1982 entre maletas, pañales y música alegre. Don Luis y Doña Carmelina ayudan entre lágrimas a optimizar el espacio de las maletas, intentan prolongar la despedida. El viaje de más de mil kilómetros debe comenzar y con él, la espera para volverse a ver en vacaciones. Es otoño y el verano aún se ve lejano.

El joven padre de familia se despide de sus suegros agradecido, con la promesa de cuidados para su hija y sus tres pequeñas nietas. Es hora. Hija y madre se abrazan debajo de un árbol de almendros, el mismo que las acompañó en travesuras de hermanos, juegos de vecinos y noches de cortejo. Hija y padre se miran y se agradecen mutuamente en silenciosa mirada. Una de las diez hijas se va de casa, sabe que ha recibido lo necesario.

Entre lágrimas y te quieros, sube al auto, mueve las manos alto, de derecha a izquierda, y graba la silueta de sus padres mientras poco a poco se aleja de la casa número 100 de la calle Alonso de Ávila.

Rubén conduce tomando con firmeza la mano de su esposa. Cree entender lo mucho que extrañará a su familia, comprende la despedida pero es mayor su entusiasmo por la tierra nueva y por las promesas de buena ventura. Los cinco, emprenden camino hacia una ciudad blanca, de destacada popularidad por ser una provincia familiar con playa cercana y mejores oportunidades.

II: Tinto de Verano (20.632612, -87.069306).



Isabelle es una chica linda de piel blanca. A las seis de la tarde se viste de negro para tomar el bus que la lleva a su trabajo. Tiene un acento curioso, se escucha y se ve extranjera. Con una sonrisa distinguida sirve como mesera en un restaurante japonés, en un lugar de playa de importante popularidad en el caribe.

En un español que aún no logra dominar, recomienda a una pareja los platillos más pedidos.

—De tomar, ¿qué les sirvo?
—Un tinto de verano —dice la chica con seguridad.

Isabelle no entiende qué es “un tinto de verano”. Con inocencia y amabilidad, propone consultar si lo tienen disponible.

—No te apures. Seguro que lo tienes, pero mejor traéme una copa de vino tinto de la casa, un sprite cero con un vaso con hielo. Te mostraré qué es un tinto de verano y cómo se prepara —dijo de nuevo la comensal.

Isabelle sirvió las bebidas y más tarde sirvió los platos recomendados. Entre tanto la pareja de clientes se preguntaba qué podría estar haciendo una chica tan linda, sirviendo de camarera en un lugar tan lejos de su casa.

—Perdona, ¿de dónde eres? —preguntó el chico.
—Soy de Noruega, de Oslo, la capital del país.
—Conozco —dijo el chico. Una de las ciudades con mejor calidad de vida. Puedo preguntar, ¿qué te trae por aquí?

Y con la misma delicadeza con que levantaba las copas de la mesa, Isabelle sonrió con la misma distinción, y con voz alegre dijo: “El amor”.

III: Eleonora (36.808438, -2.571793).



Se fue hace diecisiete años. Su padre, conservador como se suele ser en un país como el suyo, no bajó a decir adiós. No aprobaba entonces que su hija se fuera a vivir con su novio, cuatro mil kilómetros lejos de casa, sin haber conseguido el sacramento del matrimonio. Y es que, en ocasiones, los padres por no estar de acuerdo con las decisiones de los hijos (en especial a cierta edad), más que por convicciones personales, sino por convencionalismos sociales, suelen tomar acciones que no tienen vuelta a atrás. Le dolió. A él, aunque nunca lo dijo; a ella, aunque no la detuvo. Sabía entonces, como sabe ahora, que cuando menos se busca la aprobación de los demás, se está más cerca de la felicidad.

Llegó, enamorada, a un lugar nuevo, a un idioma desconocido, a hacerse más humana, más ciudadana del mundo. Llegó a saberse más fuerte, a descubrirse menos dependiente, a sorprenderse de su capacidad para sobreponerse a las dificultades. Se envolvió en los quehaceres, se adaptó al ritmo de trabajo, extrañó su hogar, le cerraron puertas, pero a ella, por su jovial manera de ser, el mundo se le abrió de par en par. Sin darse cuenta, echó raíces, en aquel país distinto al suyo, lejano a sus familiares, que aún hoy no le aprueban haberse ido con un hombre que ya no está más con ella.

Eleonora llegó a su vida cuatro años después de haber dejado Lituania. Con ella llegó una nueva manera de mirarse a sí misma, una búsqueda hacia oportunidades que pudieran abrir una brecha mayor para ambas. Eleonora llegó para ser su motor, para reafirmarle que su vida está en dónde esté ella, aún cuando sabe que un día su hija irá por su cuenta. Ninguna de las dos teme a migrar hacia nuevos horizontes, ambas son conscientes de que el vivir implica un constante movimiento por diferentes latitudes, lugares, personas, trabajos, amistades, estudios. Se ha ocupado de enseñarle a su Eleonora con el ejemplo, a ser congruente con sus sentimientos, a ser responsable, y a exigirse a sí misma para ser una mujer íntegra, capaz y que sobretodo, sepa disfrutar de lo bueno de la vida, como ella también lo hace.

Ingeborga baila, verla es un deleite. Los dedos de sus manos acarician la brisa del mar con el ritmo emblemático de una tierra que hoy es tan suya, como la de cualquier otro andaluz. ¿Es rumba o es Flamenco? Se dice que el movimiento de las manos difiere según uno u otro ritmo. Si las manos van hacia adentro, “recogiendo”, es rumba. Si las manos van hacia afuera, ”liberando”, es flamenco. Pero ella mueve sus delgados y finos dedos contra y a favor del viento, para ella no hay rigor, ni en el baile ni el vaivén de la vida. Baila en estilo libre. Quien la viera pensaría que siempre la ha pasado bien y que nunca ha tenido malos ratos, pero ella sabe que solo hay algo que logra sacarte de la cama en los días grises, y que empuja a salir adelante… el amor, nos mueve, y para ella el amor es Eleonora.


IV: “Ve a ser feliz” (20.934013, -89.663045).


Papá es la persona más alegre que conozco. Por él disfruto de la vida un poco más de lo normal. Hace que como adulta me sienta perfectamente cómoda al jugar luchitas como si tuviera seis años. Su voz sostenida y decidida ha dado vida a cientos de personajes de cuentos, y en ocasiones con firmeza, ha servido para indicar una mejor dirección.

Siempre en los aeropuertos hay una cinta que divide a los que se van de los que se quedan. Suele estar unos veinte metros antes del control de seguridad, y justo en medio una puerta de cristal corrediza.

Debo abordar en unos minutos y junto con mamá y mi hermana, me despide de la ciudad en la que disfruté vivir los últimos 31 años. A voz quebrada me sonríe y sube sus dos dedos pulgares hacia arriba. Yo lo miro y lo guardo en mi memoria. Estira sus brazos, encoge los codos y con fuerza los empuja hacia adelante, con los dedos aún más erguidos. Caen varias lágrimas que rompen en la sonrisa que desde que recuerdo me ha regalado. Pareciera que el movimiento de sus brazos le dan la fuerza para exclamar: “¡Ve a ser feliz!”.

Papá lo entiende. Sabe que él y mamá me han dado lo necesario. Sabe, como ella, que me toca seguir sin su cercanía física, y sabe, lo que será tener que esperar en invierno a que llegue el verano.

V: Vuelo 2525 (50º Norte, 40º Oeste).


Lates a prisa corazón, el tic tac del reloj acelera el ritmo. Corazón valiente, ¿a qué le temes? Las pulsaciones se aceleran como los kilómetros se recorren. No puedes detener lo que está destinado a ser.

Una grieta se abre corazón, pero no te quiebras, corazón de hierro, ¡te desbordas de amor! ¿Cuántas pequeñas venas se abrirán en tu latir? Fisuras que cuelan el aire, aire que respira nostalgia. ¿De dónde eres corazón?


Lates con cada paso, con cada persona. Un poquito muere para dar vida otra vez. Incansable, decidido, alegre corazón. Cada latitud que has recorrido te ha ensanchado, cada emoción ha marcado un ciclo. ¡Crece corazón! ¡Sigue latiendo!

Corazón viajero, sigue el camino, lo deseaste desde hace tiempo.

Mira optimista la nueva experiencia y lleva latiendo en ti el corazón de los tuyos, los que te hicieron latir primero y los que como hoy te impulsan a seguir lejos.

Lates, corazón, en paz y sin prisas. Sabes que no estás solo, sabes que aunque el ritmo cambie, no habrá arritmia. Certeros latidos, corazón, el viento está a tu favor.


(*) Julia Mortera · juliamortera74@gmail.com
Nació en un lugar de mar, en un día de tormenta, el 1 de marzo de 1974. Ama la música y la libertad. Aprecia el valor de las palabras y el ruido del silencio. Su nombre significa "fuerte de raíz". Viaja. A distancias cortas y distancias largas. Disfruta del olor a libro recién impreso y café recién hecho. Le gustan las flores, la espontaneidad de los niños pequeños, los muelles, el violín (aunque no lo práctica), las sonrisas sinceras y los pajaritos. Defiende la vida y la comparte en lo que escribe. Cree en la posibilidad de cambio y la voluntad de las personas.