El legado de Don Luis

Don Luis (1920 – 2005)
Por Julia Mortera.

Siempre me ha gustado leer poesía. El deleite por los versos se lo debo a Don Luis, mi abuelo materno. No fue un abuelo que jugara conmigo en el jardín o que me cantara canciones para dormir. De hecho, no recuerdo haber ido a la playa con él, ni a la feria. Lo recuerdo más bien como un hombre trabajador, recto, preciso, estricto. Y aunque tampoco recuerdo que me contara chistes, su cariño por mí llegó por otra vía: por su admiración a la palabra escrita y su gusto por escucharme declamar en la sala de su casa. No vivíamos en la misma ciudad, así que durante el curso escolar me preparaba para plantarme frente a él y declamar los versos elegidos.

Con la solemnidad de un emperador, Don Luis se sentaba en el sillón de la sala. A una sola voz llamaba a quien estuviera en casa para decir: “Julita va a declamar. Venid”. Entonces llegaban algunos cuantos por gusto y otros resignados a escucharme. Era una niña, medía cerca de un metro de estatura, mis rodillas se tambaleaban de un lado a otro al encararlo, y siempre la primera letra del poema conservaba un eco de nerviosismo, pero era soltar la voz y comenzaba la función.

—De Rafael de León, “Profecía” —decía—. De Juan de Dios Peza, “Fusiles y muñecas”.

Don Luis cerraba los ojos y movía las manos como quien dirige una orquesta sinfónica. Cuando pronunciaba los versos más emotivos ceñía más la frente y apretaba con fuerza los ojos. Se emocionaba. Cuando llegaba al final del poema aplaudía y, si alguno de los otros asistentes celebraba con menor júbilo, hacía palmas más fuertes con mirada penetrante, hasta conseguir que en aquellos inviernos calurosos se avecinaran avalanchas de aplausos.

Nunca era suficiente. Al día siguiente se repetía la función con el mismo poema. Según el tiempo que tuviera, me pedía que volviera a empezar. Esos eran nuestros “juegos” entre nieta y abuelo. De aquel escenario improvisado surgió el amor entre un hombre honesto y una niña que creció queriendo las letras.

Por tales cimientos y por la presencia en mi vida de tan importante fan, siempre tuve un gusto por escribir con sentimiento, por no decir “vivir” con sentimiento. Hice también oratoria. Las mías y las de otros, y lo digo así porque ya para los años de instituto, más de tres me pagaban para que en el aula de “Redacción”, escribiera por ellos las oratorias finales del curso.

Por eso digo que siempre me ha gustado leer poemas, en voz baja y en voz alta. Fue la primera puerta que tomé hacia la literatura. Fue el legado de Don Luis para mí y para los míos. Por eso no sorprende que en la familia haya pasión por los libreros, por la filosofía, por la enseñanza, por la investigación, por la música, por la actuación. Hay vena artística. Hay respeto por las artes. Por Don Luis tenemos alma de Quijote.

Entre nosotros, la familia, podríamos debatir muchas cosas entorno a Don Luis y cómo vivió su vida. Pero, por lo menos yo, recurro a la figura de mi abuelo en aquellos episodios tan especiales para concluir, años después a su partida, que hay mucho fondo en su manera de quererme… mucho fondo en su manera de querernos y formarnos.

En todo el universo de palabras y poemas, hay unos versos de Pedro Garfias que en especial le digo hoy en voz alta:

“¿Quién derribará ese árbol
de Asturias, ya sin ramaje,
desnudo, seco, clavado
con su raíz entrañabale
que corre por toda España
crispándonos de coraje?”.

Hace meses que Don Luis ha vuelto a tener una presencia importante en mí, quizá porque estoy en el país que amó con tanta nostalgia a la distancia. Pienso que si me viera hoy, en donde estoy y con quien estoy, se sentiría tan orgulloso como lo hacía en aquel sillón que lo engrandecía.

Te encontraré en Asturias un día Don Luis, el amor por esa tierra es también tu legado.

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